PRODUCCIONES CREATIVAS

La tragedia

Las campanas de la iglesia repicaban incesantemente con una alegría inusual. “¿A quién se le habrá ocurrido enterrar a un muerto a estas horas en que Dios debe estar entregado por completo al sueño? No creo que bajo estas circunstancias nadie encuentre la gracia divina”, cavilaba.

Berto era un hombre bien joven, tendría a lo máximo 35 años. Moreno, ojos amargos, narices anchas y para nada gracioso. Su panza parecía haber llevado por años una criatura dentro. Eso sí, daba siempre muestras de estar conforme con la vida que le había correspondido.

Había escuchado tantas veces ese sonido característico e inconfundible de las campanas de la iglesia que tenía calculados los compases con una exactitud extraordinaria.

“En este pueblo todo tiene su precio. Los pobres que consiguen ser incluidos en la misa después de su deceso reciben unas campanadas con una lentitud infernal. Este no es un pobre, no. Aunque a veces esos sonidos advierten sobre algún accidente, una fiesta religiosa, un temblor de tierra, un fuego…”.

Las agujas del reloj marcaban las nueve. El viento soplaba con fuerza. Como muchas veces, el frío amenazaba con golpear cruelmente a todo ser vivo. El hombre, al parecer, no salía del mundo que rodeaba todo su ser. Las campanas, increíblemente, continuaban su andar.

La mañana de ese día lo atrapó hurgando en su pequeña biblioteca. En su mente se registraba el momento en que buscaba desesperadamente la Biblia. La encontró en medio de unos libros que despertaron su curiosidad. Pero inmediatamente los apartó. La abrió. Buscó con ansiedad. Proverbios 31:7. Las palabras que se encontraban allí corrieron despavoridas por las páginas, saltaron al pavimento y, de forma decidida, una tras otra, fueron invadiendo el cuerpo del hombre hasta llegar a internarse en su mente.

Durante todo el día estuvo obedeciendo al principio bíblico. Vivió momentos indescriptibles. El mundo se transformó en un concierto confuso de alegría, tristeza, soledad, compañía, colores brillantes y oscuridad plena.

Apenas recordaba el momento en que estuvo parado en la calle Hermanas Mirabal, cerca del parque. En el colmado de enfrente compró la última botella. Se dio un trago tan largo que le borró la memoria. Y cayó en uno de los bancos del parque como si se tratara de su propia cama.

No tenía ni la más mínima idea de cómo llegó hasta su casa. Lo cierto es que estaba allí, abrazado a su almohada, escuchando el repique de las campanas de la iglesia que parecían decididas a permanecer despiertas hasta el amanecer. Lo inquietó una extraña humareda que se levantaba imponente dentro de su cuarto. Se incorporó como pudo. Abrió la puerta que daba a la pequeña sala. Y sólo advirtió lo que pasaba cuando sintió que su cuerpo recibía las inclemencias del fuego abrasador.
  

                                                                                                                      David Polanco




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La importancia de la lectura

Delia Lerner, escritora e investigadora de la Lengua, abrió una maravillosa y deslumbrante caja de pandora, al afirmar que “leer es adentrarse en otros mundos posibles. Es indagar en la realidad para comprenderla mejor, es distanciarse del texto y asumir una postura crítica frente a lo que se dice y lo que se quiere decir, es sacar carta de ciudadanía en el mundo de la cultura escrita”.
Hay quienes no comprenden muy bien la importancia que tiene la lectura; y yo, en brevísimas palabras, les digo que leer no tiene ninguna importancia para quienes están interesados en permanecer ciegos aun teniendo vista, para quienes prefieren ser ignorantes, frívolos, sin cultura definida; para quienes optan por “pasar por este mundo sin saber que pasaron”.

¿Qué plato resulta ser más exquisito que poder seguirle los pasos a Dorian Gray, personaje principal de una de las novelas más fascinantes escrita por Oscar Wilde? ¿Y qué instrucciones pueden incidir más en cualquier alma desnuda de un norte claro que los ofrecidos por Lord Henry Wotton, enemigo silencioso del bien, quien actúa como sabio consejero de Dorian?.

¿O qué se le puede igualar a nivel sensorial a “La dama de las Camelias” de Alejandro Dumas? Y, ¿dónde encontraríamos un cambio tan radical y tan próximo a la realidad que aquel experimentado por Gregorio Samsa en “La metamorfosis”, de Franz Kafka?

Es, precisamente, a este tipo de vivencia a la que se refiere Lerner cuando asume que leer es sacar carta de ciudadanía en el mundo de la cultura escrita.

Quiero cerrar mi intervención advirtiendo a todos los que me siguen que la lectura da poder, tanto así que quienes suelen manipular a los demás lo hacen porque tienen en su haber, por lo general, muchas páginas lanzadas hacia la izquierda; mientras los manipulados, que son la mayoría, tienen que conformarse con dejarse llevar como pluma que arrastra el viento. ¡Ustedes deciden!


                                                                                  Autor: David Polanco

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El error constructivo, ¿una estrategia de aprendizaje?


“Errar es de humanos” es una frase que ha sido acuñada por años para justificar una acción que se escapa de los parámetros establecidos. Como, ciertamente, el error salpica de mala manera los cánones del accionar humano, por lo general, aparecen personajes que hacen de acusadores implacables, que buscan meter el dedo en la llaga para causar mayor dolor en el cuerpo físico y espiritual de quien ha cometido la pifia.

 Sería conveniente en este momento traer a la memoria las consecuencias de los errores que cometemos en espacios diferentes, como la casa, la escuela, el trabajo. Agrias discusiones, peleas, maledicencias, golpes, castigos, consecuencias graves. Ante esta realidad, la gran noticia es que todos tenemos derecho a equivocarnos.

El Lic. Alfredo Culebro, autor del libro “Esto tiene que cambiar”, propone cuatro preguntas para lograr que un error se convierta en “virtuoso”, es decir, que podamos aprender de él. Estas preguntas son: ¿Qué pasó? ¿Qué funcionó? ¿Qué no funcionó? ¿Qué aprendí?

Al respecto, Thomas Alva Edison, a quien se le atribuye la creación de la bombilla eléctrica, al ser cuestionado acerca de las razones por las que persistía en el intento, después de haberse equivocado cientos de veces, respondió que había descubierto en cada error una forma de saber cómo no proceder para conseguir su objetivo.

Ahora les invito para que hagan conmigo una introspección, una especie de reflexión profunda acerca de nuestro accionar en las aulas. Quiero ilustrar este momento con una interesante experiencia que viví en un centro en el que yo hacía un acompañamiento en un Distrito Educativo de alguna manera ajeno al 11-05 de Altamira.

Recuerdo como ahora cuando la maestra de Química le pidió a un estudiante que fuera a la pizarra a resolver un problema. Guardo el momento con mayor apego porque, seguro producto de la casualidad, el estudiante llevaba mi nombre. Resulta que, después del intento, David no pudo hacer lo que la docente le pedía. Por esta razón, inmediatamente, la maestra pidió que otro u otra estudiante fuera a la pizarra a “ayudar” a David. Y así fue. Con gran destreza, el estudiante que le sustituyó deslumbró a todos con su exactitud en el procedimiento y los resultados.

Una hora más tarde nos encontramos en un salón decorado para la ocasión. No sólo se encontraba la maestra sino también los miembros del Equipo de Gestión y unos compañeros docentes del mismo Distrito, quienes habían llegado para vivir la experiencia como equipo. Utilizando los lineamientos del Método Socrático, una estrategia asumida por el Enfoque Histórico- Cultural, dejé salir de mis labios una batería de preguntas.

-          Maestra – le dije -, ¿Alguna vez ha cometido algún error?

-          Por supuesto.

-          ¿Le interesaría compartirlo con nosotros?

-          El mayor error que he cometido ha sido haberle parido los cuatro muchachos que tengo a mi exmarido.

-          Y si usted pudiera regresar al pasado, ¿quién debería enmendar el error que usted cometió?
-          (Jajajaja) Ya sé por dónde usted va… La que tiene que resolver soy yo.

Como la docente llegó a tal nivel de reflexión, la invité a transportarse a lo que había pasado hacía apenas unas horas en el aula. Hicimos una comparación de su situación personal con lo que había pasado con David. Lo que me pareció más importante de todo fue el hecho de que la docente descubriera, a través del cuestionamiento constante, que no había permitido la reflexión a sus estudiantes en las clases de Química.

Regresemos a nuestra realidad. Pensemos en nuestras clases de Ciencias, Español, Lenguas Extranjeras, o cualquier otra que se me escape. Respondamos a una sola cuestionante: ¿Qué hacemos cuando uno de nuestros estudiantes se equivoca?

Con la anuencia de ustedes, voy a citar dos casos específicos: Matemáticas y Ciencias de la Naturaleza. Si el docente es quien asume en estas asignaturas todo el procedimiento en la resolución de un problema o en la realización de un experimento cualquiera, ¿qué oportunidad tienen los estudiantes de cometer errores? Y, si los estudiantes no cometen errores, ¿qué garantías les ofrece la escuela de que alcancen los aprendizajes significativos a los que tanto nos referimos?
Para terminar, les dejo una pregunta más: ¿Cómo se aborda el error constructivo de manera adecuada desde cada una de las áreas?


Hasta un próximo encuentro…













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